Si ustedes ya han leído nuestras publicaciones anteriores: “Araya, Las Cuevecitas y Malpaís en 1848", “Llegada del agua potable a Candelaria", o “María Marrero Castellano, la amancebada que no podía ser enterrada en el cementerio católico", les será más fácil entender la presente publicación. Porque según fuimos adquiriendo un conocimiento más profundo de las condiciones de vida de nuestros antepasados hubo otro grupo social, que nos atrajo especialmente el interés, y ese fue el de los discapacitados, porque si para las demás “almas”, el sobrevivir al día a día fue duro, para ellos, los discapacitados, aún lo fue mucho más .
La discapacidad es la condición que se les da a las personas que presentan una deficiencia física, mental, intelectual o sensorial y que afecta a la forma de como esas personas se relacionan con el resto. En el pasado, fueron llamados impedidos, tullidos, cojos, mancos, ciegos, mudos, bobos, etc…, personas a las que los nombretes o motes se les aplicaban como auténticas etiquetas descriptivas “el Rengo”, “el Bizco”, “la Sorda”, “la Herniada”, etc... .
Nos llegó a sorprender que en determinadas épocas hubieran sido, especialmente numerosos, en nuestros pueblos. Pero la sorpresa fue en aumento a medida que fuimos conociendo diferentes casos y aspectos de sus vidas.Los hubieron tanto en Malpaís, Las Cuevecitas como en Araya, un ejemplo, fue el caso de varios hermanos ciegos de Araya, que vivieron confinados en un grupo de cuevas habitables que se encuentran al borde del andén de un profundo barranco y del que casi no salían para no accidentarse. Evidentemente, como la gran mayoría de las discapacitadas, las mujeres de este grupo de ciegos, fueron todas madres naturales de varios hijos e hijas, con lo que sus ya precarias condiciones de vida no solo les afectaron a ellas como discapacitadas sino también a sus hijos. Pero aun así, una de estas hermanas ciegas, fue capaz de superarse y esforzarse lo inimaginable y más, hasta que montó un negocio propio, “una venta”, un lugar donde vendía productos de primera necesidad para un reducido número de vecinos y que también servía de lugar de reuniones donde los hombres jugaban a la "baraja" (las cartas) y bebían “algo”.
Parte de las discapacidades que sufrían nuestros antepasados, se debían a la alta consanguinidad existente entre ellos, pero otra parte eran producto de accidentes, caídas, golpes, etc., fruto todas ellas de trabajar en duras labores físicas durante largas jornadas diarias al aire libre. Labores que realizaban tanto hombres, mujeres como niños, lo cual era condición indispensable para asegurarse el escaso alimento diario y muchas veces ni para eso. Si un miembro de la familia tenía un accidente, decaía su fuerza o enfermaba pasaba a depender del resto del grupo familiar, con la consiguiente carga que eso podría suponer para los demás. Esto, empeoraba cuando nuestros antepasados eran trabajadores de “tierras ajenas” (porque no poseían tierras propias), y trabajaban de “medias” o vendían su única fuente de ingresos, su fuerza física, a cambio “del sustento” (la comida). Si tenían un accidente o cualquier enfermedad no existían los “subsidios”, se quedaban sin “sustento” y pasaban a depender de sus familias, si las tenían, y si no… de las limosnas.
Otro factor promotor de discapacidades eran las enfermedades que sufrían. Nuestros antepasados padecieron de
frecuentes hambrunas causadas, casi siempre, por largos periodos de sequías, lo cual favorecía
el rápido desarrollo de enfermedades. Los enfermos en nuestros pueblos eran
atendidos fundamentalmente por curanderas que eran perfectas conocedoras de
remedios para curar a través de plantas, pero las enfermedades infecciosas
estaban fuera de su alcance. Eso, eran cosas mayores y propias de médicos, profesionales
que no estaba al alcance de todo el
mundo, hay que tener en cuenta también el escaso nivel y los mínimos recursos que tenía la
medicina en esas épocas, además de que eran profesionales escasos, y había
que desplazarse para acceder a sus servicios, bien a Güímar, a Arafo y más
recientemente a Candelaria, pero lo que los hacía realmente inaccesibles para nuestros
antepasados eran “sus honorarios”.
Por ello, en muchas
ocasiones, las enfermedades traían la pobreza y esto se convertía en un círculo
de difícil solución. Que unido a las deficientes condiciones higiénicas que existían, amparadas fundamentalmente por
la escasez de agua, el hacinamiento y las malas condiciones
de las casas, las cuales frecuentemente eran compartidas por muchas personas, esto
favorecía el desarrollo de todo tipo de infecciones y epidemias como las de
lepra, gripe española, fiebre amarilla o las de viruela en las que los que
lograban sobrevivir solían quedar estériles, ciegos y físicamente marcados (la
enfermedad provocaba la aparición de ampollas de pus en la piel que al secarse
quedaban en forma de costras que al caerse dejaban cicatrices permanentes) por lo que siempre se evitaba el contacto con
ellos por miedo al contagio.Es evidente que existió una relación directa entre
pobreza, enfermedad, marginalidad y personas con discapacidades.
Todas estas situaciones de frecuentes hambrunas,
enfermedades y epidemias, provocaban aún más discapacidades ya que se generaban
estados de ansiedad, demencias,
enajenaciones mentales, locuras, etc…
como lo ocurrido a la candelariera Inocencia Cruz Coello que a finales del
verano y principios del otoño de 1935 fue motivo de varios artículos en el
periódico “Hoy” debido a que era mantenida recluida en su casa sentada en el
suelo mediante un cepo que le aprisionaba las piernas para evitar su movilidad, por lo que fue llevada al manicomio de la
capital y según empezó a tener una alimentación en condiciones y a ser tratada
médicamente comenzó a mejorar.
Nada más sabemos de Inocencia, más allá de esos hechos,
desconocemos si logró finalmente ser curada de su demencia, si regresó nuevamente a Candelaria o si tuvo
descendientes. Hoy solo exponemos su caso como
ejemplo de las discapacidades que padecieron nuestros antepasados debido a las
hambrunas que pasaron.
—¿Ha venido el medico a verte? —No, señor. Somos muy pobres. Mi abuela no tiene dinero ni yo tampoco. Quiero que me saquen de aquí, que me vea la luz del sol; quiero pasearme al aire libre, distraerme y me pondré buena. Además, tengo hambre. Quiero comer. No me dan sino agua.
La abuela interviene. —Eso es mentira —dice— porque se te da de comer.
—¿Qué le dan de comer? —Por la mañana un poco de café y leche y a la noche algo de cena. —¿Nada más que eso? — ¿Qué más le voy a dar? Yo vivo de limosnas. Eso que come Inocencia se lo manda un hermano.
—No, medicinas, nada. Si la recetaran y la cuidaran bien, creo que se pondría buena, porque ella es modosita y cariñosa.
Reanudamos la conversación con Inocencia, que ha seguido con atención las palabras que hemos cambiado con la abuela.
—Trabajaba vendiendo pescado y también en los tomates. Estuve en las fincas de don Modesto Campos, en Güímar. Yo lo que quiero es que no me tengan aquí como un perro, en este suelo y sin comer. Tengo hambre. ¡Por Dios, denme algo! Señor... le voy a decir una cosa. Oí el otro día a mi abuela hablar de manicomio. ¿Por qué? Yo no necesito Manicomio sino un médico y, comida y que me curen.